En alguna ocasión, tal vez nos hemos planteado qué nos lleva a adquirir una mascota. ¿Qué imán nos impulsa a demandar su compañía?.
Vivimos instalados actualmente en unas sociedades desarrolladas, que se caracterizan por envolvernos en una densa nebulosa de pensamientos, encerradas en un mundo mental que nos impide vivir lo que somos esencialmente.
A diferencia del ser humano, el perro vive desde una posición no dual. Sin embargo, no es nuestro caso. La persona está en la mente y, por lo tanto, siempre dividida. El perro existe desde su profundidad, conectado con el fundamento en sí mismo y en armonía con su naturaleza. Por ese motivo, el animal es espontáneo, sus respuestas son siempre unitarias y su expresión es la frescura de lo que es en toda su hondura. Contemplar un animal nos fascina por su limpieza, su verdad y su autenticidad.
Es capital que contemplemos al perro como una oportunidad maravillosa para caminar por el sendero, que conduce a nuestro ser más íntimo, a nuestra identidad. La relación con nuestro perro nos favorece vivir con un mayor nivel de verdad y de autenticidad.
Precisamente, porque el perro permanece conectado con esa riqueza profunda y natural puede ayudarnos a hacer este recorrido hacia nuestro interior. De esta manera, podremos recuperar una vida verdaderamente genuina. El sentido del perro en la vida humana es acompañar a la persona en su proceso vital para facilitarle el contacto con su profundidad natural y reconocer lo que en ella es verdadero.
Observemos con exigencia este vivir pleno e intenso de los animales, que nos deslumbra. Lo importante en nuestra relación con el perro, más allá de ningún modelo educativo, será ir caminando hacia esta profundidad y riqueza extraordinaria a la que el perro nos guía.
La educación que configura el carácter de nuestro perro, para adaptarlo a vivir en sociedad, ha de velar que la relación profunda se mantenga intacta. Aquello que el perro deba aprender, en cuanto a comportamientos para la convivencia, ha de facilitarse sin perder esta conexión con el fondo más interior.
La educación de un perro difiere de lo que sería en una persona. No se puede educar a nuestro perro desde la mente, con palabras, con ideas, desde el pensamiento, ni desde nuestras intenciones. La única manera de educar a un animal es a partir de la posición interna desde la que se vive. Ni los mandatos ni las normas educan auténticamente al perro, sino lo que el educador es profundamente y la experiencia que tiene de sí mismo.
Hasta hace pocos años, el modelo coactivo de adiestramiento – el perro como instrumento de trabajo – era lo que se disponía como guía para educarlo. En las últimas décadas, ha emergido un nuevo modelo de manejo con los canes, cada vez más conocido, aceptado y muy valorado: educar a través del refuerzo positivo.
Sin embargo, nuestra propuesta no pertenece a ningún modelo educativo que actúe sobre el perro.
La conducta y la manera de ser del propietario influyen de manera principal en el comportamiento del perro. Todo adiestrador o educador canino sabe que el perro es el problema pocas veces. El verdadero reto al que se enfrenta el profesional canino es siempre el ser humano que lo acompaña.
Según como se viva la persona a sí misma, será y actuará el perro que lo acompañe y habite con él. Existe una ley natural que nos indica que lo interno determina lo externo. Es importante no olvidarla en nuestra relación con el perro.
Está constatado y confirmado que el origen de la mayoría de los problemas de conducta de un perro tienen su origen en la relación con su propietario. Es decir, lo que este dueño le transmite, más inconsciente que conscientemente.
Quizá nos sorprenda esta idea, pero es un hecho que lo que la persona no vive en sí lo proyecta fuera. Tanto que necesita un medio – personas o animales – que le proporcione aquello que no adquiere por sí misma. La consecuencia es una relación muy problemática.
Habitualmente proyectamos en el perro, en cualquier mascota, aquello que no somos y queremos ser.
Nuestra necesidad de amar y ser amados, nuestra necesidad absoluta de incondicionalidad, de afecto, de fidelidad y entrega. También nuestra necesidad vital de alegría y de felicidad.
Proyectamos en el can lo que no vivimos por nosotros mismos y que empuja desde el interior para ser experimentado. Pero, además, a la vez que la alegría y el amor – mezclados como un cóctel – van nuestros miedos, inseguridades, nuestras limitaciones, nuestros hábitos mentales nocivos de control, de falta de tiempo o de exceso de tiempo…En fin, una lista interminable de dificultades que proceden de muy lejos.
No sólo proyectamos un potencial de vida que impulsa su realización, también nuestros temores, nuestra ansiedad y nuestras limitaciones. En ese momento, cambiamos de vivir la relación con el perro como fuente que irradia la maravilla de vivir a proyectar en él problemas de déficit de desarrollo.
En definitiva, comprobamos que los perros de hoy han desarrollado patologías más propias del ser humano y de esta sociedad concreta, que de los canes. Sufren de un apego excesivo y tienen miedo a la soledad. Padecen la agresividad; la ansiedad; estrés; excitabilidad; depresión y fobias irracionales. Más aún, los perros padecen evidentes dificultades de personalidad.
La mascota de una sociedad como la nuestra se ha separado de su hondura natural y sufre los mismos problemas que le hemos enseñado a vivir. Es decir, esos profundos contratiempos que nosotros tenemos.
Si el perro se desconecta de su fondo natural, aparece la patología, igual que en el ser humano. Enfocar bien la relación con nuestro perro exige de nosotros un compromiso profundo por llegar a la verdad y dar respuesta allí donde se origina el problema. Por lo tanto, el enfoque de educación canina que vamos a exponer parte de la importancia radical de que la persona, propietaria del perro tiene que hacer un verdadero trabajo consigo mismo, que lo conduzca a una transformación interior.
El animal es una profundidad infinita de vida, que va más allá de la satisfacción de nuestras necesidades. El perro no es la simple mascota que acostumbramos a tener. Es una realidad es sí misma cargada de vida e intención. Es lo que hemos de respetar y venerar.